miércoles, 21 de marzo de 2012

HEMOS CAMBIADO, CAMBIAMOS O ¿NOS CAMBIAN?


Tras analizar, los cambios acontecidos en las ordenanzas de diferentes ciudades del Estado (en particular en torno a sus multas máximas), la investigación nos ha remitido a las leyes que regulan el gobierno local. Este proceso ascendente nos indica que, los cambios no se deben exclusivamente a cuestiones municipales, sino que se está dando una auténtica reorganización del poder local en el Estado. Pero, ¿qué supone este cambio?, ¿por qué se realiza?

Tanto en la extensa "exposición de motivos" que precede a la Ley de Medidas para la Modernización del Gobierno Local, como en otros documentos directamente relacionados con la ley, así como en las introducciones de los otros textos legales que aquí hemos analizado, se hace una continua referencia a la necesidad de modificar el régimen de organización del poder local en especial en las ciudades. Por un lado, se alude constantemente a la "complejidad" de las ciudades, a su "riqueza y dinamismo", a su situación central en el "impulso y desarrollo de nuestra civilización", en tanto lugares de gran "creatividad y pluralismo". Por otro lado, esta comprensión de lo urbano como "espacio de oportunidades y de libertad" viene asociada, en dichos documentos, con un "difícil gobierno y gestión", y acto seguido con la "necesidad" ineludible de realizar reformas en la administración para establecer cauces por los que "gestionar la complejidad". La base de esta "necesidad" es sin duda el interés por regular determinadas fenómenos y realidades específicas urbanas que han surgido y se han desarrollado de una manera autónoma, ajena a la administración del Estado.

Esto es, se trata de reorganizar el poder local para asegurar que es capaz de imponerse sobre realidades que se desplazan en otro plano, con las que no se puede establecer vínculos, ni enfrentarlas, ya que todavía no han sido ni siquiera objetivadas, no tienen nombre. En el caso de las ordenanzas, hay que poder crear normas para regular los fenómenos ya existentes que atenten contra dichas futuras normas. O lo que es lo mismo, hay que tipificar infracciones para dar a ciertos fenómenos una realidad objetiva asimilable, que permita al poder relacionarse con ellos, aunque esta relación no sea sino la sanción económica y la represión.

Este movimiento por parte del poder, por el cual se pretende asegurar una gobernabilidad eficaz del entorno urbano, es una apuesta que no acaba con las ordenanzas que han aparecido y que comenzamos a padecer. Va mucho más allá, de forma que dichas normativas no son sino la punta de un iceberg.  Por un lado, hemos de prestar atención a la relevancia de los cambios organizativos en los ayuntamientos de las grandes ciudades. Por recordar cuestiones ya citadas, podemos atender al reforzamiento de la figura del Alcalde, al que se le otorgan más poderes, la posibilidad de que un tercio de la Junta de Gobierno Local esté formado por personas no elegidas en ninguna votación democrática (sujetos que además de participar de la Junta de Gobierno Local también tienen derecho a participar en el Pleno), la eliminación de la necesidad de mayoría absoluta en algunas votaciones del Pleno, y en general, un refuerzo del Gobierno Local. En el caso de Barcelona, además, hemos de atender al régimen especial de Hacienda que se le otorga, así como a las nuevas competencias que asume (entre las cuales está urbanismo). Y todo ello sin olvidar la próxima reforma de la Ley del Poder Judicial (una gran apuesta), en la que se prevé la introducción de la Justicia de Proximidad, que creará tribunales en el ámbito municipal.

La legitimación de este proceso de reformas va siempre de la mano de una crítica a la burocracia estatal. La Administración Local, la más cercana al ciudadano, es mucho más "ágil", y por tanto es más capaz de asegurar un gobierno "eficaz" en ciertos asuntos, se dice. El significado de esa continua apelación a la eficacia y a la agilidad es, de manera declarada, la búsqueda de un modelo de gestión no lastrado por la burocracia estatal, de carácter demasiado rígido. Por ejemplo, la Ordenanza de Civismo de Barcelona prevé una revisión de sí misma cada dos años, además de la creación de un Observatorio Permanente para la Convivencia, lo cual sería impensable en otros niveles de la organización del Estado. Por tanto, vemos que este reforzamiento de la autonomía y de las competencias municipales suponen en cierto modo una retirada del Estado, y una cesión de su poder a los gobiernos locales.

Curiosamente, esto podría parecer algo que desde la izquierda se viera con buenos ojos, ya que tradicionalmente se ha apostado por la autonomía de lo local, en tanto refugio donde los "excesos" del Estado pueden ser contrarrestados. Sin embargo, la tesis que pretendemos defender es que, en este caso, el refuerzo del poder local es una manera de imprimir un giro autoritario en la organización del Estado. No es necesario realizar grandes reformas en el modelo de Estado, no hace falta tocar la Constitución, ya que simplemente mediante un "reajuste" de competencias entre las diferentes administraciones del Estado se pueden lograr los objetivos deseados.

El primer argumento en este sentido es que las actuales reformas permiten a las administraciones locales abordar ámbitos previamente sin regular, y acabar con una buena parte del margen de "alegalidad" que existe más allá de lo legal y lo ilegal. Ese margen es un espacio necesario para el desarrollo social y personal, funcionando como garante de la autonomía frente al Estado, de forma que la eliminación del mismo supone un claro retroceso en el ámbito de los derechos y las libertades.

El segundo argumento es que, en realidad, la "retirada" del Estado supone una ruptura del principio garantista. No es una retirada que pueda ser caracterizada por una disminución de su poder sobre la sociedad, sino que, manteniéndose este poder (ejecutado ahora por la administración local en ciertos ámbitos), lo que se da es una retirada de las atribuciones "garantistas" del mismo, es decir, de su función como garante de las libertades del individuo. Veamos el caso de las ordenanzas: Por un lado, frente a la "agilidad" con la que un Pleno puede aprobar una ordenanza que lesione ciertos derechos y libertades se encuentra la pesadez del proceso por el cual la sociedad organizada puede responder a ella (recurriendo a la Administración de Justicia del Estado). Y por otro lado, el modelo de defensa que se da en el ámbito Penal, según el cual el inculpado es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, queda dejado de lado en estos casos, ya que un multado es culpable hasta que no demuestre lo contrario. El policía que sanciona de acuerdo a una ordenanza no es como el fiscal que acusa, sino que también es el juez que sentencia (las multas se pueden recurrir, pero este proceso es como el de un recurso tras una condena penal). Dicho de una manera ilustrativa: es mucho más fácil dar autonomía a los ayuntamientos para que prohíban pegar carteles que convoquen a manifestaciones, que hacer un cambio en la Constitución recortando los derechos de reunión y expresión.
Por todo ello, podemos concluir diciendo que la apuesta de la Administración en todo este movimiento (que arranca desde finales de los noventa, pero que se ha intensificado en los últimos años) es realizar una reforma del Estado con consecuencias políticas directas, aunque "vestida" de reforma administrativa. Es, en cierto sentido, una ruptura de las "reglas" de juego jurídicas, ya que por medio de un cambio en las competencias administrativas se está rompiendo con principios básicos del Estado de Derecho. Lo cual, por otro lado, cobra sentido en el actual proceso de erosión del tímido Estado de Bienestar que se gestó tras la muerte de Franco.

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