Tras analizar,
los cambios acontecidos en las ordenanzas de diferentes ciudades del Estado (en
particular en torno a sus multas máximas), la investigación nos ha remitido a
las leyes que regulan el gobierno local. Este proceso ascendente nos indica
que, los cambios no se deben exclusivamente a cuestiones municipales, sino
que se está dando una auténtica reorganización del poder local en el Estado.
Pero, ¿qué supone este cambio?, ¿por qué se realiza?
Tanto en la
extensa "exposición de motivos" que precede a la Ley de Medidas para
la Modernización del Gobierno Local, como en otros documentos directamente
relacionados con la ley, así como en las introducciones de los otros textos
legales que aquí hemos analizado, se hace una continua referencia a la necesidad
de modificar el régimen de organización del poder local en especial en las
ciudades. Por un lado, se alude constantemente a la "complejidad" de
las ciudades, a su "riqueza y dinamismo", a su situación central en
el "impulso y desarrollo de nuestra civilización", en tanto lugares
de gran "creatividad y pluralismo". Por otro lado, esta comprensión
de lo urbano como "espacio de oportunidades y de libertad" viene
asociada, en dichos documentos, con un "difícil gobierno y gestión",
y acto seguido con la "necesidad" ineludible de realizar reformas en
la administración para establecer cauces por los que "gestionar la
complejidad". La base de esta "necesidad" es sin duda el interés
por regular determinadas fenómenos y realidades específicas urbanas que han
surgido y se han desarrollado de una manera autónoma, ajena a la administración
del Estado.
Esto es, se
trata de reorganizar el poder local para asegurar que es capaz de imponerse
sobre realidades que se desplazan en otro plano, con las que no se puede
establecer vínculos, ni enfrentarlas, ya que todavía no han sido ni siquiera
objetivadas, no tienen nombre. En el caso de las ordenanzas, hay que poder
crear normas para regular los fenómenos ya existentes que atenten contra dichas
futuras normas. O lo que es lo mismo, hay que tipificar infracciones para dar a
ciertos fenómenos una realidad objetiva asimilable, que permita al poder
relacionarse con ellos, aunque esta relación no sea sino la sanción económica y
la represión.
Este movimiento
por parte del poder, por el cual se pretende asegurar una gobernabilidad eficaz
del entorno urbano, es una apuesta que no acaba con las ordenanzas que han
aparecido y que comenzamos a padecer. Va mucho más allá, de forma que dichas
normativas no son sino la punta de un iceberg. Por un lado, hemos de
prestar atención a la relevancia de los cambios organizativos en los
ayuntamientos de las grandes ciudades. Por recordar cuestiones ya citadas,
podemos atender al reforzamiento de la figura del Alcalde, al que se le otorgan
más poderes, la posibilidad de que un tercio de la Junta de Gobierno Local esté
formado por personas no elegidas en ninguna votación democrática (sujetos que
además de participar de la Junta de Gobierno Local también tienen derecho a
participar en el Pleno), la eliminación de la necesidad de mayoría absoluta en
algunas votaciones del Pleno, y en general, un refuerzo del Gobierno Local. En
el caso de Barcelona, además, hemos de atender al régimen especial de Hacienda
que se le otorga, así como a las nuevas competencias que asume (entre las
cuales está urbanismo). Y todo ello sin olvidar la próxima reforma de la Ley
del Poder Judicial (una gran apuesta), en la que se prevé la introducción de la
Justicia de Proximidad, que creará tribunales en el ámbito municipal.
La legitimación
de este proceso de reformas va siempre de la mano de una crítica a la
burocracia estatal. La Administración Local, la más cercana al ciudadano, es
mucho más "ágil", y por tanto es más capaz de asegurar un gobierno
"eficaz" en ciertos asuntos, se dice. El significado de esa continua
apelación a la eficacia y a la agilidad es, de manera declarada, la búsqueda de
un modelo de gestión no lastrado por la burocracia estatal, de carácter
demasiado rígido. Por ejemplo, la Ordenanza de Civismo de Barcelona prevé una
revisión de sí misma cada dos años, además de la creación de un Observatorio
Permanente para la Convivencia, lo cual sería impensable en otros niveles de la
organización del Estado. Por tanto, vemos que este reforzamiento de la
autonomía y de las competencias municipales suponen en cierto modo una retirada
del Estado, y una cesión de su poder a los gobiernos locales.
Curiosamente,
esto podría parecer algo que desde la izquierda se viera con buenos ojos, ya
que tradicionalmente se ha apostado por la autonomía de lo local, en tanto
refugio donde los "excesos" del Estado pueden ser contrarrestados.
Sin embargo, la tesis que pretendemos defender es que, en este caso, el
refuerzo del poder local es una manera de imprimir un giro autoritario en la
organización del Estado. No es necesario realizar grandes reformas en el modelo
de Estado, no hace falta tocar la Constitución, ya que simplemente mediante un
"reajuste" de competencias entre las diferentes administraciones del
Estado se pueden lograr los objetivos deseados.
El primer
argumento en este sentido es que las actuales reformas permiten a las
administraciones locales abordar ámbitos previamente sin regular, y acabar con
una buena parte del margen de "alegalidad" que existe más allá de lo
legal y lo ilegal. Ese margen es un espacio necesario para el desarrollo social
y personal, funcionando como garante de la autonomía frente al Estado, de forma
que la eliminación del mismo supone un claro retroceso en el ámbito de los
derechos y las libertades.
El segundo
argumento es que, en realidad, la "retirada" del Estado supone una
ruptura del principio garantista. No es una retirada que pueda ser
caracterizada por una disminución de su poder sobre la sociedad, sino que,
manteniéndose este poder (ejecutado ahora por la administración local en
ciertos ámbitos), lo que se da es una retirada de las atribuciones
"garantistas" del mismo, es decir, de su función como garante de las
libertades del individuo. Veamos el caso de las ordenanzas: Por un lado, frente
a la "agilidad" con la que un Pleno puede aprobar una ordenanza que
lesione ciertos derechos y libertades se encuentra la pesadez del proceso por
el cual la sociedad organizada puede responder a ella (recurriendo a la
Administración de Justicia del Estado). Y por otro lado, el modelo de defensa
que se da en el ámbito Penal, según el cual el inculpado es inocente hasta que
no se demuestre lo contrario, queda dejado de lado en estos casos, ya que un
multado es culpable hasta que no demuestre lo contrario. El policía que
sanciona de acuerdo a una ordenanza no es como el fiscal que acusa, sino que
también es el juez que sentencia (las multas se pueden recurrir, pero este
proceso es como el de un recurso tras una condena penal). Dicho de una manera
ilustrativa: es mucho más fácil dar autonomía a los ayuntamientos para que
prohíban pegar carteles que convoquen a manifestaciones, que hacer un cambio en
la Constitución recortando los derechos de reunión y expresión.
Por todo ello,
podemos concluir diciendo que la apuesta de la Administración en todo este
movimiento (que arranca desde finales de los noventa, pero que se ha
intensificado en los últimos años) es realizar una reforma del Estado con
consecuencias políticas directas, aunque "vestida" de reforma
administrativa. Es, en cierto sentido, una ruptura de las "reglas" de
juego jurídicas, ya que por medio de un cambio en las competencias
administrativas se está rompiendo con principios básicos del Estado de Derecho.
Lo cual, por otro lado, cobra sentido en el actual proceso de erosión del
tímido Estado de Bienestar que se gestó tras la muerte de Franco.
Página web referencia:http://maquia.blogspot.es/img/OC02Delasordenanzas.pdf
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