Las
tres dificultades de nuestra convivencia
Vivir es convivir. Y la convivencia de
individuos bastante diferentes los unos de las otras requiere civismo. En
Manual de civismo, Victoria Camps y Salvador Giner repasan las pautas de
nuestra sociedad que hacen más amigable nuestra convivencia y, al mismo tiempo,
detectan aquello que la perturba. Exploran las contradicciones de nuestro
mundo; la visión dominante del trabajo y el dinero; los efectos nocivos de la
televisión, simplificando la realidad; la democracia y los problemas que
comporta; etcétera.
En el siguiente fragmento se refieren a las tres
causas que dificultan nuestra convivencia: «la primera, que muchos deseamos,
con recursos desiguales, los mismos bienes, que son escasos; la segunda, que
una parte muy sustancial de la humanidad siente pasión para dominar a los
otros, y la tercera, que demasiado a menudo los criterios egoístas predominan
por encima de los altruistas».
1. El conflicto que surge de la mera escasez de
recursos es resuelto, no pocas veces, de modo pacífico. Tanto es así, que ni
tan solo nos percatarnos que existe. El civismo tiene mucho que ver en ello.
Así, hacemos cola ordenadamente ante la taquilla de un teatro hasta que se
acaban las entradas. (Y reprobamos quien se la salta.) Nos presentemos una y
otra vez en unas oposiciones para cubrir vacantes a la administración, sin
ofendernos ni querellarnos con los que han sido admitidos. (Aún cuando no
aceptamos de buen grado que algunos hagan uso de sus influencias para conseguir
plaza.) E incluso entramos en la dura pero pacífica liza de la competencia de
mercado, aceptando sin protestar que unos se enriquezcan, los otros sucumban, y
los otros vayan tirando. [...]
2. La segunda razón por la que la convivencia
civilizada se hace difícil, y por la que se producen enfrentamientos,
explotaciones, maltratos y, demasiado a menudo, toda clase de violencias,
proviene de nuestra pasión por dominar (y a veces incluso hacer daño) a los
otros. Ésta es una cuestión muy delicada. Y muy más difícil de aclarar que la
anterior, porque no depende de circunstancias objetivas (escasez constatable de
recursos), sino de la misma naturaleza humana. [...]
Ni el deseo de dominar (para dominar) ni el de
hacer el mal (para hacer el mal) son lo mismo en cada uno de nosotros. Es
evidente que la inclinación para dominar o hacer el mal a las otras (que son
dos cosas diferentes aunque a veces vayan juntas) no aparece en todos por
igual, ni todos los que la presentan la ejercen en los mismos territorios. En
una empresa hay mandones que en su casa son dóciles. Y hay seres dominantes en
su casa que son obedientes en la calle. Hay quién hace mal o manda por sadismo
o pasión y quién lo hace por necesidad o deber, o incluso por afecto. (Quién te
quiere mal, te hará reír, y quién te quiere bien te hará llorar, dice el
refrán.) Desde el furor del psicópata hasta la dulce amonestación de una madre
a su hijo travieso hay un inmenso espectro de expresiones de asimetría de
poder. Lo que hace que éste sea o no aceptable es la su legitimidad, la
condición que obliga a la gente civilizada en aceptar una autoridad.
3. La tercera causa de conflicto y de los
escollos con que colisiona toda convivencia armoniosa entre la gente es el
egoísmo. No todo el egoísmo. El egoísmo es una inclinación necesaria que nos
estimula a proteger nuestra vida y hacienda y a mejorarlas. En buscar, por
encima de todo, nuestro propio bienestar material y anímico. Esta inclinación
no es sólo beneficiosa para nosotros como individuos, sino que a menudo tiene repercusiones
muy beneficiosas para la sociedad que nos rodea. No es fácil acaparar toda la
riqueza que uno crea sin que una parte vaya a parar a manos de otros. Un
director de cine recibirá la elogiosa atención del público, pero si además su
obra es de calidad, es un regalo para todos. A los científicos no los mueve
sólo el afán de saber: sin el reconocimiento social que reciben de la propia
comunidad científica y del público en general, la ciencia no avanzaría mucho.
Con la mente puesta en estos beneficios sociales
de los motivos egoístas de la conducta, los grandes pensadores del liberalismo
moderno siempre nos han recordado que la competencia individualista entre
personas guiadas por el afán de promover su propio interés, produce efectos
agregados que son buenos para la sociedad en su conjunto: aumenta la riqueza
general, por ejemplo. [...] Pero esta teoría, insistiendo en las repercusiones
beneficiosas del egoísmo para quien lo tiene, así como para muchos de sus
próximos, no considera el hecho de que unas veces se producen y de otros no. El
egoísmo es una virtud: por ello hablamos justificadamente de uno «sano
egoísmo», o de les «ambiciones legítimas» de cada cual siempre y cuando no
desbarate a su paso por lo menos la posibilidad del ejercicio del altruismo.
[...]
La base ética de la convivencia es el precepto
«no hagas a las otras lo que no quieras que te hagan a ti». Éste, que suele
recibir el nombre tradicional de Regla de Oro, tiene una aplicación ética de
máxima generalidad.»
CAMPOS, Victòria; GINER, Salvador. Manual de
civismo. Barcelona: Ariel, 1998
EDUCACIÓN CÍVICA Y EDUCACIÓN SOCIAL
¿Desde qué perspectiva la educación cívica es
competencia de la Educación Social?
La Educación Social, desde la Animación
Sociocultural como campo de su competencia, trata de adentrarse en cuestiones
tales como la educación cívica, el concepto de ciudad, la ciudadanía, la
participación ciudadana y democrática, etc. con el propósito de comprender los
distintos elementos y fenómenos que influyen en los cambios sociales.
La ciudad se ha constituido, actualmente, en el
contexto en el que nos educamos; porque todo lo que acontece, en el proceso de
educación, sucede en un lugar concreto, en unos espacios y tiempos concretos,
que determinarán nuestra percepción del mundo. Pero esos espacios y tiempos son
compartidos con otros que habitan en el mismo contexto. Por lo tanto, como
ciudadanos lo que pasa a nuestro alrededor es competencia nuestra; asegurar el
bienestar común no es impedimento para coartar nuestra libertad individual,
bien al contrario, el sentimiento de pertenencia habla de quién soy y con
quienes me siento comprometido.
Este compromiso que comienza con la familia, se
extiende a los amigos y la comunidad, puede ampliarse, igualmente, con
responsabilidades más universales. Sin embargo, los lazos que nos unen están
impregnados de leyes y normas que permiten la convivencia pero que pueden
llegar a convertirse en una verdadera perversión.
Desde los programas políticos las conductas se
regulan hasta el extremo y se programan charlas moralistas con el único y
encubierto propósito de controlar y vigilar. Si bien, la ley es competencia de
la policía, la norma puede considerarse como competencia de la Educación
Social. Por ello, transmitir la norma pasa a formar parte de la educación para
la convivencia ciudadana.
Las normas se pueden o no ajustar a lo que
consideramos justo; reflexionar y cuestionarlas forma parte de nuestra
responsabilidad como ciudadanos. La Educación Social tiene como labor
transmitirla, pero no puede obligar a cumplirla, la decisión final la toma el
individuo.
En este sentido, no se puede obviar la
perversión que conlleva la norma; por supuesto que algo de lo común debe ser
regulado pero esta regulación se lleva a cabo a través del proceso de
socialización, desde donde verdaderamente se codifican las conductas. La norma,
sin más, no tiene sentido más que como mecanismo de control. El espacio público
pasa a ser un lugar donde las conductas se establecen en modelos determinados,
como si los modelos impuestos por la normativa fuesen los únicos e ideales. La
calle puede convertirse en un lugar incontrolable, dado que la convivencia, en
ella, está basada en normativas no en conductas interiorizadas socialmente por
los individuos. Estos son sólo algunos de los riesgos a los que se enfrenta la
ciudadanía pensada desde la Educación Social.
Por lo tanto, la vida en el espacio público
llega a su fin si todo queda vallado, si la gente queda segmentada, si los
espacios son totalmente regulados o si éstos son estructurados para cada
actividad.
El mejor programa educativo a seguir es aquel
que propugna el espacio público como aquel que es nuestro mientras lo usamos y
deja de serlo cuando no se usa, por eso no se debe dejar rastro en él.
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